Ha caído en mis manos un artículo de una mujer con una vida apasionante pese a no tener brazos y faltarle una pierna, con una fuerza, superación, energía...increíble.
Nací sin brazos y con una sola
pierna. Eso ha provocado que, desde mi niñez, haya tenido que enfrentarme a
miradas de susto, compasión o sorpresa. Y, la verdad, nunca le he concedido
mayor importancia: he preferido verme, por la forma de mi cuerpo, como una
sirena. Esta es la historia de cómo, en mis 43 años, mi familia y yo decidimos
transformar cada obstáculo en una fuerza positiva:
Mi familia
A las pocas horas de que yo
naciera, el médico citó a mi padre en su despacho. Le sirvió una copa de whisky
y le dijo:
-Su esposa aún no ha visto a la
pequeña, porque nos la llevamos rápido del paritorio. Así que aún estamos a
tiempo de quitárnosla de en medio, si usted quiere.
Por fortuna, mi padre no quiso.
Me sigue pareciendo increíble que le plantearan esa posibilidad. Entonces,
empezaron a hacerme las primeras pruebas médicas y descubrieron que mi ausencia
de extremidades no venía acompañada por ningún daño interno.
Y mis padres empezaron su lucha para sortear cada obstáculo que nos
salía al paso. Escribieron cartas a médicos estadounidenses y austríacos; mi
padre encontró un puesto de administrativo en el hospital de nuestra ciudad,
para estar más cerca de los médicos y de mis tratamientos; e incluso removió
cielo y tierra para hacerse con una copia de un documental sobre un niño
estadounidense que no tenía brazos y pintaba cuadros con la boca, y todo esto
mucho antes de que existiera internet, que habría hecho más fácil su búsqueda.
Los hospitales
He pasado muchas horas de mi vida
en los hospitales: me han operado varias veces e incluso pasé algunos meses
amarrada a un sistema de tracción esquelética, hecho con pesas y poleas. Antes
de cumplir mi primer año, ya llevaba una prótesis en los brazos, y luego
vinieron muchas más. Fue a los cinco años cuando me pusieron mi primera pierna
ortopédica, de manera que dejé de acumular zapatos izquierdos sin uso en mi
armario.
Conozco bien la atmósfera de los
hospitales. Sé que para los niños es extraño, inquietante y muy aburrido estar
ahí dentro. Quizás por eso el destino ha querido que ahora dirija el Programa
de Asistencia Hospitalaria de la Fundación Atresmedia y un canal de televisión
que se llama FAN3, especialmente diseñado para los niños hospitalizados. Cuando
me propusieron formar parte de la Fundación para dirigir el canal, pensé que
era magia. Yo creo que, en esta vida, todo pasa por algo, incluso aquello que a
priori nos sorprende o nos asusta.
Mi única pierna precisamente, a mis dieciocho
meses, me encontraba en una cama hospitalaria cuando un médico se inclinó sobre
mí y, haciendo uso de mi pie, tomé un bolígrafo de su bolsillo. Todos los
presentes alucinaron. Una amiga de mi hermana Conchi también se quedó de piedra
el día en que vino a comer a nuestra casa y se encontró con que yo sujetaba la
cuchara con el pie. Más adelante, cuando mis hermanas traían a sus amigas a
casa para hacer los deberes, yo les peinaba sosteniendo el peine con lo que para
mí era mi "mano-pie". Seguro que más de una se llevó algún tirón,
pero les encantaba. También desarrollé la habilidad de tejer con mi única
pierna: una vez llegué a tejer una cadeneta que rodeaba toda la habitación del
hospital. Mi madre me había prometido que cuando acabase de tejer la cadeneta,
nos marcharíamos a casa. Yo tenía tantas ganas que me pasé varios días
tejiendo.
Siempre me ha asombrado nuestra
tendencia a la homogeneidad, de qué manera censuramos o nos alarmamos ante
aquello que, en teoría, se sale de lo habitual. Eso hace que muchas veces
tratemos de ocultar nuestras diferencias, cuando en realidad podrían hacernos
sentir orgullosos. Porque en el fondo, ¿qué es ser normal? ¿Y qué es ser
diferente? Cuando por accidente o de manera fortuita la vida de alguien cambia,
cuesta creer en que hay otra manera de hacer las cosas. Pero, casi siempre, las
hay, y siempre que estén hechas desde el corazón, bien hechas están.
El colegio
A los seis años pisé por primera vez el aula de un colegio. Recuerdo
que, conforme atravesé la puerta, las veinte cabecitas de mis compañeras se
giraron y posaron sus miradas en las pinzas que entonces usaba como manos.
Pero, más allá de eso, mis compañeras me acogieron con absoluta normalidad. Si
acaso, solo una de mis compañeras tardó en aceptar mis prótesis: "No, no
te acerques que me da cosa. Es que cuando te las pones no pareces humana",
me decía. Entonces, yo levantaba mis pinzas, las extendía, y empezaba a
perseguirla diciendo: "Soy la hija de Frannnnkesteeeeeeeeeinnnn". Con
el tiempo, y a través del juego, mi amiga perdió su miedo a mis hierros. No me
extraña que en los informes psicopedagógicos del colegio destacaran que la niña
Hilaria León, o sea, yo, "suele actuar con picardía".
Creo que, buena parte de la culpa
de mi buena integración en el colegio la tuvieron mis padres, porque
insistieron mucho ante mis profesores para que no me deparasen ningún trato
especial, sin favoritismos. Durante toda mi vida, mis padres tuvieron mucha
paciencia y me fueron poniendo oportunos retos para que me valiera de mis
propias armas y consiguiera aquello que necesitaba.
Los adultos
Ya he dicho que los niños me aceptaron casi sin reparos. No siempre ha
ocurrido lo mismo con los adultos. Una vez casi me quedo sin ir a un cumpleaños,
aunque la cumpleañera quería invitarme, porque su madre no se lo permitía:
"Mi madre dice que le da cosa que vengas. Yo ya le he dicho que tú puedes
comer las chuches sola y beber sola... Pero dice que le da pena verte y que no
puede remediarlo", me explicó mi amiga. Son cosas que cuesta entender.
Como cuando íbamos a la playa -me encantaba la playa, donde me sentía aún más
como una sirena- y, al verme, algunos padres tapaban los ojos a sus hijos. Pese
al desconcierto que podían causarme estas escenas, yo siempre sonreía y
saludaba a la gente agitando el pie como si fuera una mano. Esa naturalidad les
desarmaba aún más...
Un día nos encontramos en el
ortopeda a unos padres devastados porque a su hijo le faltaba un brazo. Ellos
no lo habían asumido, así que les invitamos a casa para que vieran todo aquello
que yo podía hacer sin ningún brazo y con una sola pierna. Mereció la pena.
Ellos se cargaron de fuerzas y energía positiva.
Mi vida adulta
Aunque la vida adulta me haya ido
planteando nuevos retos cotidianos, diría que mi actitud ante la vida no ha
cambiado mucho desde que era una niña. ¿Que se me atasca la cremallera de un
vestido? Pues me desvisto y vuelvo a comenzar de nuevo. Probablemente hacer
algunas cosas me lleve un poco más de tiempo, pero las situaciones nuevas nunca
me han paralizado: solo son oportunidades para experimentar cosas nuevas.
Al final, creo que todos los seres humanos estamos creados a partir del
mismo barro. La naturaleza, tan caprichosa como sabia, nos moldea con
diferentes formas y nos somete a diversos cambios a lo largo de la vida. Somos
distintas recetas, pero hechas con los mismos ingredientes: amor, sufrimiento,
pasión, miedo, alegría, tristeza, placer, dolor, crecimiento merma... Todo parece repetirse, pero no del mismo modo exactamente. Y
cada forma es tan original que se merece toda la atención del mundo.